Estás
hecha un ovillo sobre la alfombra y, encerrada en ese último rayo de sol que
dibuja un círculo perfecto, esperás. La espera es siempre eterna, como un
sueño, como una pesadilla. ¿Volverá algún día, despertarás de tu zozobra?
Lo
sospechaste en el preciso instante en que buscó la valija grande, esa que te
anuncia el dolor. Te dieron ganas de acomodarte en su interior, de esconderte
entre sus camisas, pero te contuviste. Te mostraste indiferente, distante. No
querés que sepa cuánto lo necesitás, la falta que te hace: sus rutinas y
manías, sus miradas y caricias, su atención. Pero él sabe, vos sabés que él
sabe.
Lo
viste escribir en su maldito teléfono, lo escuchaste murmurar, tratando que no
te dieras cuenta. ¿Piensa que sos estúpida? Pero como lo querés disimulaste
todo lo humanamente posible.
A la
mañana bien temprano desayunaste con él, juntos, en silencio, como siempre.
Pasó suavemente su mano por tu cara anhelante, caricia leve como una página al
darse vuelta, hizo rodar su valija y se fue. Escuchaste el sonido de la llave
en la cerradura, corto y definitivo, y empezó la espera, inmensa.
No
estás completamente sola, está el otro, el idiota. No te dejan acercarte a él,
te gritan si lo mirás, pero allí está. Al principio su movimiento constante te
tranquiliza, te hace sentir menos sola, pero poco a poco los círculos que
dibuja en su recorrido se van acelerando y el brillo dorado que se refleja en
su cara se vuelve insoportable. No es venganza, es hastío y desesperación.
Lenta y armoniosamente, al acecho, sin hacer ruido, paso a paso, como está
escrito en tus genes, te acercás a la pecera donde el estúpido pez dorado da
vueltas incansable y con un movimiento impecable y certero de tu pata, sin
romper el mundo de cristal y agua donde el otro habitaba, lo llevás a tu boca.
No es
asesinato, es instinto, está en tu naturaleza. Jugás con el, feliz. Por un rato
la eternidad se interrumpe. Después se queda quieto, frío y viscoso. No te lo
comés, nunca te gustó el pescado crudo. Preferís ese alimento que te dejó antes
de irse en el plato lleno hasta el tope, prueba de que aunque se haya ido, te
quiere.
Ahora estás bien allí, una bola blanca sobre la alfombra de lana, cálida y
satisfecha, esperando. Antes de que el plato se vacíe, él volverá…
En perfecta armonía, justo cuando casi
no queda nada en tu plato de comida, escuchás la puerta del ascensor al
abrirse. Girás al ritmo de la llave en la cerradura; como un ovillo que se
deshace estirás tus patas, ronroneas desperezándote, indolente. Te arreglás el
pelo que brilla casi blanco a la luz. Te acercás a él todavía tibia de sol.
No hay caricia ni silencio complacido.
Sólo sentís el reproche en el tono de su voz cuando te pregunta qué hay para comer, percibís su fría mirada al ver el pescado al vapor con legumbres que preparaste para
la cena.
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