Walk in closet
Por fin sentía que había llegado. Después de tantos
sacrificios, de tantos fines de semana pasados en la oficina, de todas esas
cenas y reuniones canceladas; después de su ruptura con Marita, que no pudo
soportar tanta postergación, había alcanzado su objetivo.
En su mano sostenía la brillante llave de su nuevo
departamento en Puerto Madero. No era un departamento enorme: dos amplios
ambientes, una cocina integrada con heladera, cocina y lavaplatos de acero
inoxidable, mesada de granito negro, elegante; un baño en suite con bañera de
hidromasaje; balcón aterrazado…
Pero lo más importante para él, lo que había decidido su
elección, era el walk in closet. Desde que los había visto en películas y
series norteamericanas supo que eso era lo que más quería en la vida: uno de
esos placares que pueden ser recorridos como si se fuera de visita a la casa de
su ropa.
Para él ese era el símbolo del éxito, el colmo de la
sofisticación.
Se demoró un instante, saboreando el momento, haciéndolo
durar, y abrió la puerta.
Había contratado una decoradora muy reconocida y le había
dado carta blanca, así que todo estaba listo e impecable.
Había contratado una de esas mudadoras de lujo, así que
todas sus cosas estaban allí, perfectamente ordenadas, esperándolo.
Entró. Con la mirada recorrió el living, inmejorable. Con
una media sonrisa dibujada en la boca cruzó el dormitorio y se paró frente a la
puerta espejada de la morada de sus prendas. Sintió la tentación de golpear
antes de entrar, pero se contuvo. No quería romper el silencio que allí reinaba
ni dejar la marca de sus nudillos en el brillo de sus cristales. Suavemente
empujó, apoyando sus dedos en el marco y, con un suave sonido apenas
perceptible, la puerta se abrió y casi de inmediato las luces se encendieron,
como en una publicidad de placares de ensueño.
Allí estaban sus camisas, blancas y sonrientes, alineadas como un ejército preparado
para sus batallas cotidianas, inmaculadas. En un estante descansaban, doblados prolijamente, todos sus
sweaters, que recorrían la infinita variedad de los grises.
Sus cuatro trajes,
negro azabache, marrón chocolate, gris topo, azul marino, colgaban de
sus mullidas perchas como si se tratara de partidas interrumpidas, justo a
tiempo, del juego del “ahorcado”.
En un estante inferior hacían fila sus 3 pares de mocasines,
sus zapatos abotinados, las zapatillas de los fines de semana casi sin uso, las
pantuflas, jugando todos al “pisa pisuela” color de ciruela.
Y en una pared lateral, único detalle de color entre tanta
sobriedad, muertas de risa, las corbatas.
Caía la noche, tantas emociones lo habían cansado. Pidió
algo de comer al restaurant del inmueble, que proveía todos los servicios
imaginados a cambio de unas expensas exorbitantes. Comió en silencio, enjuagó
su blanca vajilla antes de ponerla en el lavaplatos, se lavó los dientes.
Decidió dejar el baño de inmersión para otro día, cuando
tuviera tiempo… Sacó el pijamas del cajón donde descansaba, se lo puso y,
cerrando cuidadosamente la puerta del placard sin tocar los espejos, se fue a
dormir.
Al día siguiente lo sobresaltó el despertador del celular a
las seis y media, como siempre. Se duchó y se preparó un expreso en la flamante
cafetera nueva de acero inoxidable.
Abrió el placard, tomó con delicadeza el traje gris topo, una camisa blanca,
unos mocasines café. En el cajón lo esperaban sus medias, ordenadas como
bombones en su lujosa caja, gritando silenciosas para ser elegidas.
Sin apresurarse pero eficientemente, se vistió. Sólo faltaba
la corbata…
Se decidió por la verde con pequeños puntitos azules, casi
negros, la única que no caía derecha entre sus pares sino que se retorcía
nerviosa y singular. Ese fue su error, su error fatal.
Al ponerla alrededor de su cuello, al hacer el nudo, comenzó
a sentir más presión de la esperada. Poco a poco, casi sin darse cuenta y sin
poder hacer nada por evitarlo, fue quedándose sin aire. Cayendo en un pozo negro
sin fin, se desmayó.
Al mediodía la empleada de limpieza del condominio entró al
departamento con su propia llave. Al llegar al dormitorio, iluminado por la luz
blanca del placard, lo vio tendido en el piso como si fuera una prenda de
vestir dejada caer desprolijamente en una noche de pasión, gris azulado, frío,
los ojos desorbitados.
¿Cómo hubiera
podido saber él que la corbata verde, fóbica y psicótica, iba a vengarse
por haberla mudado de su tibio y confortable ropero de siempre?
Las otras corbatas, consternadas, comentaron por horas lo
sucedido.
3 comentarios:
A partir de hoy dejo de usar corbatas...
Muy buen relato. Gracias por compartirlo.
Elisa, pues tienes que escribir más, es buenísimo relato, inquietante, salpicado de humor y de ironía.
La rebelión de la corbata verde..., qué idea, Elisa.
Y sí, a mí también me encantaría tener un vestidor como se le llama por aquí, y no jugar a la busca del tesoro cada vez que no recuerdo en qué armario estará lo que quiero ponerme.
Un beso,
...no creas que me asombra mucho, las corbatas no son de fiar..., están resentidas..., suelen ser usadas por gentes...a menudo poco ética, o con un concepto de la misma especial..., también cuando se las saca a pasear suele ser para lo mismo..., para disfrazarse de guapo, de esto de lo otro..., casi nunca para ser uno mismo (es lo que yo percibo)...; y que quieres que te diga..., esta corbata tenía mucho desasosiego acumulado..., y van y le quitan su rincon de enfurruñe diario.....y claro se convierte en corbata asesina....; bueno, cosas que pasan; una pena el hombre este que disfrutó poco del apartamento este con "vestidor" (así le llamamos por aquí).
F
(...no sabía que tenías estas mañas con el suspense, querida...)
Beso.
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