Todo me recordaba su ausencia; donde antes escuchaba su
suave ronroneo como una constante respiración, ahora había silencio. En el
reluciente piso de la cocina, había quedado, discordante, un obscuro cuadrado
de mugre en donde solía estar la heladera.
Ella no estaba y con ella se habían ido sus vergonzantes
secretos. Sus secretos que eran también los míos.
No sé que pasó. Todos hablan de inseguridad pero yo no me lo
creía. Pensaba que esas historias de robos eran cosas inventadas por la tele
para mantenernos entretenidos. ¿Quién iba a querer robarme a mí, a mi pequeño
departamento de dos ambientes, contrafrente? ¿Quién iba a querer robarse una
pesada y vieja heladera?
Esa mañana me había levantado temprano como todos los días,
solo y tranquilo. Después del mate con galletitas y la ducha, después de afeitarme
y de la ropa limpia, cerré la puerta y partí. Y ella quedó en la cocina, quieta
y fría.
Todo el día trabajando con la añoranza de la soledad y la
calma de mi casa, ese refugio donde esconderme de tanto ruido y palabras
vacías, donde sólo los suaves murmullos de los aparatos eléctricos me
esperaban. Al llegar, la puerta estaba abierta; la cerradura, rota. Sabía que
ella no había podido escaparse sola, yo había hecho todo lo necesario.
La sorpresa y el desconcierto me dejaron helado.
Rápidamente me di cuenta de que Ella no estaba. Mi grande y
hermosa heladera, sus sonidos y silencios, habían partido.
No podía llamar a la policía, eso era seguro…No sabría como
explicarles. Lo único que podía esperar era que los ladrones, más asombrados
que yo, sin saber que hacer con Ella, me la devolvieran.
No podía dejar de pensar en sus caras cuando en su interior
descubrieran a la bella María, siempre hermosa, siempre fría, mirándolos desde
su blanco ataúd.
Tan gélida hoy como hace diez años cuando, cansado de tanta
frialdad y palabras vacías, le di ese certero golpe en la cabeza y la guardé en
la heladera, cálida y ronroneante .
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