A Elsa le gustaba la soledad, o eso creía. Siendo como era,
un espíritu optimista, terminaba en principio acostumbrándose y finalmente
disfrutando de lo que el destino le ponía en el camino. Primero su casamiento,
muy joven, con ese apuesto pero algo distante y bastante mayor médico, un poco
por amor y otro poco por inercia. Después los años de esperanzas y desilusiones
continuas con sus vanos intentos por concebir un hijo. Por último la muerte prematura de su
marido que la dejó sola, aunque con una renta asegurada y sin ganas de
internarse nuevamente en historias de amor.
Como dice el dicho “ a quien Dios no le da hijos, le da
sobrinos”. Elsa amaba con una infinita ternura de tía a sus sobrinos. Sus
hermanas se habían mostrado generosas como para dejar que la tía Ababa, como la
llamaban, fuera un personaje importante en sus vidas. Un poco por cristiana
generosidad pero también porque les era cómodo tener a alguien en quien
apoyarse cuando las tareas de madre las sobrepasaba.
La llegada de Cristina, su sobrina menor, que se había
mudado a vivir con ella después de varios amores contrariados y de una sucesión
de fracasos laborales, cambió su vida.
Ahora disfrutaba de su compañía mucho más de lo que nunca
había disfrutado su soledad. Y aunque sus amigas le repetían constantemente que
Cristina se aprovechaba de ella, no podía negarle nada a su sobrina preferida.
Cuando le dijo que el fin de semana había organizado una
reunión de exalumnos en su casa no puso ningún reparo y de inmediato se sintió
feliz y empezó a pensar en lo que iba a preparar de comer. En su casa nunca se
encargaba comida, a ella le encantaba cocinar durante varios días y tener la
heladera rebosante para cuando llegaran las visitas.
Cristina, en un acto de generosidad heredado de su madre, la
invitó a quedarse en la fiesta.
El sábado por la mañana Elsa fue a la peluquería de la otra
cuadra. A la tardecita se puso una pollera y una blusa de seda gris, un pañuelo
sembrado de flores rojas, amarillas y azules, un antiguo broche de perlas y unos zapatos cómodos para poder
ayudar a su sobrina a servir a sus invitados. Repartió platos con comida en las
mesitas del living y se sentó a esperar.
La gente llegaba, algunos en pequeños
grupos, otros solos. Las mujeres, que a pesar de tener casi cuarenta años para
Ababa eran “las chicas”, estaban maquilladas y vestidas para parecer más
jóvenes. Algunas, pensaba ella, incluso habían pasado por el consultorio del
cirujano plástico. De los hombres, un par tenían la cabeza casi rapada para
disimular una incipiente calvicie, otro intentaba esconder las consecuencias de
demasiada comida rápida usando una camisa suelta, pero la mayoría conservaba un
porte más o menos juvenil.
Nada ni nadie habría podido preparar a la tía Ababa para lo
que iba a suceder. O quizás sí, puede ser que el timbre de su casa sonara de
una manera distinta cuando Carlos llegó…
Con solo verlo su corazón pareció detenerse por un instante;
empezó a latir desbocado. Todos los sentimientos que creía muertos , o que tal vez nunca habían existido, se
despertaron en un segundo.
En ese segundo se
enamoró perdidamente como sólo una adolescente o una anciana viuda son capaces
de hacerlo; con pasión y deseo.
Era alto y delgado; a pesar de no ser demasiado musculoso se
notaba, por su manera de moverse, su piel ligeramente bronceada, que le gustaba
la vida al aire libre, los deportes.
Cuando Cristina se lo presento Elsa, aturdida, casi no pudo
responder. Se llamaba Carlos, como su padre; el nombre que ella había elegido
para su primer hijo varón.
Comenzaron a charlar. El les contó que estaba casado, que
tenía 2 hermosos hijos y que, aunque esos últimos tiempos las cosas no habían
estado funcionando muy bien, tenía un matrimonio feliz. Les habló de su trabajo
de abogado, que le apasionaba, de sus fines de semana en el Tigre, de todos sus
gustos y disgustos…
Esa fiesta fue el sólo comienzo de una relación perdurable.
Carlos empezó a visitarlas con regularidad y aunque Elsa pronto se dio cuenta
de que él estaba, en realidad, interesado por Cristina, no le importó.
Siguió apasionada y disimuladamente, en secreto, enamorada;
imaginando que esas manos bronceadas que él se frotaba al hablar como si
siempre tuviera frío, su risa ronca que estallaba con facilidad, esa mirada
obscura y llena de misterio, que todos esos mínimos gestos estaban dedicados a
ella.
Vivía, soñaba y respiraba para él. Él nunca se enteró de
nada.
El feliz matrimonio de Carlos terminó por estallar en mil
pedazos. Los amores contrariados de Cristina quedaron en el pasado. Aunque
nunca se casaron, vivieron juntos hasta el final.
La tía Ababa volvió a estar sola, pero de una manera
distinta, ni más feliz ni más triste, diferente. Carlos y Cristina,
agradecidos, la visitaban a
menudo; ella les preparaba sus comidas preferidas, les compraba regalos, los
ayudaba de todas las formas posibles.
Cuando él enfermó, sentada a su lado, leyéndole, sosteniendo
sus frías y gastadas manos, Elsa, irónicamente, sintió su amor consumarse.
La segunda viudez de la tía Ababa fue demasiado para ella.
Su espíritu optimista no pudo soportar ese último golpe y poco tiempo después,
en una gris mañana de otoño 20 años después de haber conocido a su gran amor,
cerró los ojos y se fue.
Todos creyeron que murió de vieja…
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