jueves, mayo 24, 2012

triángulo amoroso



A Elsa le gustaba la soledad, o eso creía. Siendo como era, un espíritu optimista, terminaba en principio acostumbrándose y finalmente disfrutando de lo que el destino le ponía en el camino. Primero su casamiento, muy joven, con ese apuesto pero algo distante y bastante mayor médico, un poco por amor y otro poco por inercia. Después los años de esperanzas y desilusiones continuas con sus vanos intentos por concebir un hijo.  Por último la muerte prematura de su marido que la dejó sola, aunque con una renta asegurada y sin ganas de internarse nuevamente en historias de amor.

Como dice el dicho “ a quien Dios no le da hijos, le da sobrinos”. Elsa amaba con una infinita ternura de tía a sus sobrinos. Sus hermanas se habían mostrado generosas como para dejar que la tía Ababa, como la llamaban, fuera un personaje importante en sus vidas. Un poco por cristiana generosidad pero también porque les era cómodo tener a alguien en quien apoyarse cuando las tareas de madre las sobrepasaba.

La llegada de Cristina, su sobrina menor, que se había mudado a vivir con ella después de varios amores contrariados y de una sucesión de fracasos laborales, cambió su vida.
Ahora disfrutaba de su compañía mucho más de lo que nunca había disfrutado su soledad. Y aunque sus amigas le repetían constantemente que Cristina se aprovechaba de ella, no podía negarle nada a su sobrina preferida.

Cuando le dijo que el fin de semana había organizado una reunión de exalumnos en su casa no puso ningún reparo y de inmediato se sintió feliz y empezó a pensar en lo que iba a preparar de comer. En su casa nunca se encargaba comida, a ella le encantaba cocinar durante varios días y tener la heladera rebosante para cuando llegaran las visitas.

Cristina, en un acto de generosidad heredado de su madre, la invitó a quedarse en la fiesta.

El sábado por la mañana Elsa fue a la peluquería de la otra cuadra. A la tardecita se puso una pollera y una blusa de seda gris, un pañuelo sembrado de flores rojas, amarillas y azules, un antiguo broche de perlas  y unos zapatos cómodos para poder ayudar a su sobrina a servir a sus invitados. Repartió platos con comida en las mesitas del living y se sentó a esperar. 

La gente llegaba, algunos en pequeños grupos, otros solos. Las mujeres, que a pesar de tener casi cuarenta años para Ababa eran “las chicas”, estaban maquilladas y vestidas para parecer más jóvenes. Algunas, pensaba ella, incluso habían pasado por el consultorio del cirujano plástico. De los hombres, un par tenían la cabeza casi rapada para disimular una incipiente calvicie, otro intentaba esconder las consecuencias de demasiada comida rápida usando una camisa suelta, pero la mayoría conservaba un porte más o menos juvenil.

Nada ni nadie habría podido preparar a la tía Ababa para lo que iba a suceder. O quizás sí, puede ser que el timbre de su casa sonara de una manera distinta cuando Carlos llegó…

Con solo verlo su corazón pareció detenerse por un instante; empezó a latir desbocado. Todos los sentimientos que creía muertos ,  o que tal vez nunca habían existido, se despertaron en un segundo.
En ese segundo  se enamoró perdidamente como sólo una adolescente o una anciana viuda son capaces de hacerlo; con pasión y deseo.

Era alto y delgado; a pesar de no ser demasiado musculoso se notaba, por su manera de moverse, su piel ligeramente bronceada, que le gustaba la vida al aire libre, los deportes.
Cuando Cristina se lo presento Elsa, aturdida, casi no pudo responder. Se llamaba Carlos, como su padre; el nombre que ella había elegido para su primer hijo varón.

Comenzaron a charlar. El les contó que estaba casado, que tenía 2 hermosos hijos y que, aunque esos últimos tiempos las cosas no habían estado funcionando muy bien, tenía un matrimonio feliz. Les habló de su trabajo de abogado, que le apasionaba, de sus fines de semana en el Tigre, de todos sus gustos y disgustos…

Esa fiesta fue el sólo comienzo de una relación perdurable. Carlos empezó a visitarlas con regularidad y aunque Elsa pronto se dio cuenta de que él estaba, en realidad, interesado por Cristina, no le importó.
Siguió apasionada y disimuladamente, en secreto, enamorada; imaginando que esas manos bronceadas que él se frotaba al hablar como si siempre tuviera frío, su risa ronca que estallaba con facilidad, esa mirada obscura y llena de misterio, que todos esos mínimos gestos estaban dedicados a ella.
Vivía, soñaba y respiraba para él. Él nunca se enteró de nada.

El feliz matrimonio de Carlos terminó por estallar en mil pedazos. Los amores contrariados de Cristina quedaron en el pasado. Aunque nunca se casaron, vivieron juntos hasta el final.
La tía Ababa volvió a estar sola, pero de una manera distinta, ni más feliz ni más triste, diferente. Carlos y Cristina, agradecidos,  la visitaban a menudo; ella les preparaba sus comidas preferidas, les compraba regalos, los ayudaba de todas las formas posibles.
Cuando él enfermó, sentada a su lado, leyéndole, sosteniendo sus frías y gastadas manos, Elsa, irónicamente, sintió su amor consumarse.

La segunda viudez de la tía Ababa fue demasiado para ella. Su espíritu optimista no pudo soportar ese último golpe y poco tiempo después, en una gris mañana de otoño 20 años después de haber conocido a su gran amor, cerró los ojos y se fue.

Todos creyeron que murió de vieja…




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