Todos los sábados por la mañana se reunían en Plaza
Miserere.
Nadie sabía ni como ni cuando había comenzado eso pero cada vez eran
más. A eso de las 8 llegaban los madrugadores, pocos pero fervientes. Se
agrupaban alrededor del monumento central, serios y concentrados, prolijamente
vestidos, con una mano en el bolsillo.
Poco a poco el grupo aumentaba de tamaño e intensidad; a las
10 menos cuarto ya eran una multitud expectante. Los últimos en llegar se
acercaban corriendo asimétricamente, jadeantes, la mano escondida apretando la
piedra.
No se sabía si el origen de la fe era bíblico, lo que le
hubiera dado un cierto halo de respetabilidad, o si se trataba sólo de una ola
que había comenzado pequeña y crecido incontroladamente alimentada por la
necesidad de la gente de creer en algo, aunque sólo fuera en una piedra.
Hacía 2 años que yo iba todos los sábados, sin faltar uno.
Si llovía lo más difícil era sostener el paraguas con una
mano sin soltar el amuleto que cargaba en el bolsillo. Esos días salía temprano
de casa porque tomar el colectivo hubiera sido imposible.
En pleno verano el sol me hacía explotar la cabeza en esa
plaza sin verdadera sombra, pero no me importaba mientras yo sostuviera esa
piedra que cada sábado se cargaba de una energía protectora que me mantendría a
salvo por el resto de la semana.
La época más linda eran noviembre y marzo, cuando los
jacarandaes florecidos teñían con su azul violáceo el cielo y el suelo a mis
pies, perfumaban el aire a mi alrededor con su aroma dulzón. Esos días la
ceremonia era casi una fiesta.
Ese sábado había salido tarde de mi casa. Mi mujer, que no
compartía mi fe y que hacía todo lo posible por socavar la mía me había
demorado más de la cuenta hablando sin parar de los problemas de los chicos en
el colegio, de la cuenta de la luz impaga, de las interminables llamadas de mi
madre que la tenían cansada. A mí todo eso no me importaba nada, la piedra en
mi bolsillo me protegía.
Salí; el colectivo- hoy no llovía- se me escapó. Sentía que
estaba llegando tarde; comencé a correr, desesperado. No soy un hombre
atlético, para mí 20 cuadras son
una verdadera maratón. A mitad de camino mi aspecto, que al salir de casa era
serio y prolijo, había mutado. Estaba sucio y transpirado, ya no parecía un
maduro hombre de fe, pero mantenía apretada la piedra en mi bolsillo.
Ya casi estaba llegando, ya podía ver el grupo que rodeaba en
calma el monumento ;en ese preciso instante de un patrullero salido de la nada
bajaron 2 robustos policías con sus armas apuntándome.
-¡Alto! –gritaron- ¡ Arriba las manos, o disparamos!
Me quedé inmóvil con una mano levantada, sin saber que
decir. ¿Cómo explicarles a 2 policías armados mi fe, construida con tanto
tiempo y esfuerzo, inquebrantable?
Ella continuaba apretada en mi mano; mi mano, en el
bolsillo; yo, de pié ante 2 policías armados.
Dispararon. La piedra, tibia de sangre, permaneció intacta,
oculta y poderosa.
Desde ese día mi mujer trata de convencerme de que abandone
mi fe, de que esa estúpida piedra no sirve para nada, de que por ella casi me
matan.
Yo la escucho impávido y silencioso. Sé que la piedra me
protege y siempre me protegerá como lo hizo ese día.
Aquí estoy, vivo.
2 comentarios:
Una piedra, un papel o tal vez una cruz todo sirve, en estos días,
Una piedra un papel, o tal vez una cruz, hoy en día todo vale.
Bonita post, me encanto su blog.
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