Otro atardecer en la ciudad. Los altos edificios comenzaban
a perder sus copas que se disolvían en la penumbra, mitad humo, mitad niebla. Y
con la obscuridad renacían la inquietud, el miedo.
Rebeca se apuraba. Nunca le habían gustado las noches; hoy
tampoco. Caminaba como si corriera, casi. Estaba llegando un poco tarde y no quería que su jefe la
reprendiera nuevamente.
Era menuda y ágil. El uniforme verde del restaurante donde
trabaja resaltaba su flamante pelo rojo. Fue ese color verde esmeralda lo que la
decidió por fin a teñir su fina cabellera rubia. En el colegio le habían dicho
que los colores complementarios se llevaban bien; el azul con el naranja, el
amarillo con el violeta, el verde con el colorado… Combinaban, pero todavía no
estaba totalmente convencida. Era
raro ver esa brillante mancha roja sobre su cabeza reflejada en las vidrieras.
Rebeca no leía los diarios, no veía televisión, pero aún
así, tenía miedo. Una sensación suave y sorda que le apretaba el pecho como una
mano fría en su garganta. ¿Premonición?
Por fin llegó. La luz brillante del cartel anunciaba :”Sushi
Hoo, Delivery”. Repartir pescado crudo no era un gran trabajo, pero fue el
único que consiguió y le ayudaba con los gastos mientras buscaba algo mejor.
– Hola Rebeca – la saludó Germán, el encargado- el
señor Hoo quiere hablar con vos.
Miró el reloj, sólo 5 minutos tarde. No era tan grave en
esta inmensa ciudad en la que trasladarse era tan difícil.
El señor Hoo le recordaba a su madre, duro y blando al mismo
tiempo. Como un durazno, pero al revés. Y era contra esa dura cáscara con lo
que ella siempre chocaba.
– ¿Ahora? – preguntó Rebeca.
– Sí, ahora… Te queda lindo…
– ¿Qué cosa?
– ¿El pelo!
Ya se había olvidado… la inminencia de la reunión con su
jefe le había dejado la mente en blanco.
Germán agregó:
–
¿No te parece un poco arriesgado?
Ella no pudo entender.
Tímidamente golpeó a la puerta del Sr. Hoo
– Adelante – respondió con su voz
un poco nasal.
Esta vez no se trataba del retraso, sino de la demora. Hoo
buscaba con desesperación la eficiencia y pensaba que ella no se esforzaba lo
suficiente. Habló por casi 10 min. de la conveniencia de estudiar
cuidadosamente los mapas antes de salir a repartir la comida para minimizar el
tiempo de entrega. Era imprescindible que cada recorrido fuera el más corto y
el más rápido posible. Había que optimizar el reparto. Terminó su discurso con
un refrán:
– “El que no tiene cabeza, tiene
pies”
Rebeca no estaba segura de que fuera un refrán japonés…
Esa noche parecía que no iba a tener que esforzarse
demasiado, no había mucho que organizar.
El primer llamado fue recién a las 9 y cuarto. Un combo
simple para esa parejita del segundo piso por escalera. Esos no eran de dejar
grandes propinas, a lo sumo una moneda para el colectivo. Y ella, con el sueldo
que cobraba, necesitaba las propinas.
De repente, a las 10 y media, empezó a sonar el teléfono,
una y otra vez. Cinco pedidos al mismo tiempo. Otro día no se hubiera hecho
problema pero hoy no quería arriesgarse a otra charla con “Mr Hoo, the boss”,
como le gustaba decirle en voz baja.
Mientras preparaban los paquetes se dedicó a estudiar el
mapa y organizar el reparto. Cuatro pedidos quedaban cerca y en calles que
conocía, pero el quinto no sabía muy bien como “insertarlo” en el recorrido…
Estaba fuera de lugar, como la quinta pata de un gato. Debería ser el primero,
o el último.
Decidió postergar la larga caminata, una ventaja del sushi
es que no se enfría-pensó.
Se atuvo al plan. Uno a uno fue entregando los cuatro
primeros pedidos sin sorpresas ni sobresaltos. Las propinas, ni tan buenas como
para ponerse contenta ni tan malas como para poner su cara “descortés”.
Guardaba sus esperanzas para ese quinto pedido, el combo
especial de salmón y atún rojo, el mejor del “sushi delivery del señor Hoo”, el
más caro. Lástima que fuera tan lejos…sin embargo eso la haría merecedora de
una buena propina, estaba segura.
Había olvidado el mapa en el local, pero recordaba el
trayecto. Liviana después de haber entregado los otro cuatro paquetes, empezó a
caminar. Las calles eran más solitarias y obscuras de lo que ella había
esperado. ¿habrían anunciado una tormenta de la que ella no sabía nada? Un poco
nublado estaba- pensó.
Apuró el paso. De nuevo sintió esa sensación de ansiedad,
de…miedo. ¿Miedo a la obscuridad, a su edad?
Vio una avenida iluminada y sin pensar, decidió doblar.
Caminó unas cuadras y calculó que no debía estar lejos. Definitivamente no
estaba optimizando el recorrido. Se sentía traidora de la confianza de “Mr Hoo,
the boss”. ¡Qué estupidez! Esperaba no estar completamente perdida.
Casi sin darse cuenta, inesperadamente, llegó. No era un
edificio sino una casa un poco vetusta; una puerta y dos ventanas asimétricas,
todas cerradas.
El timbre sonó áspero y desafinado. La puerta se abrió y un
hombre apareció desde las penumbras.
– Hola, ¡por fin!, te estaba
esperando… dijo con una grave y profunda voz que sonaba como salida de un
cuento de terror.
– Hola, disculpe señor, es que
fue un largo trayecto hasta aquí. – dijo Rebeca mirando directamente a la cara
del cliente, sus rasgos agudos de orejas prominentes, sus obscuros y
relampagueantes ojos que la hipnotizaban.
– Te ves un poco pálida… ¿te
sentís bien? ¿No querés pasar a tomar un vaso de agua?
Sin saber porqué , olvidando todas las recomendaciones escuchadas
en su vida, ella lo siguió sumisa hasta la cocina. Todavía sostenía el paquete,
un poco arrugado, entre sus manos. Apenas el líquido fresco y ligeramente
amargo que él le había ofrecido comenzó a atravesar su garganta, todo cambió.
Empezó a sentirse como dentro de un sueño; una pesadilla , mucho más aterradora
porque sabía que era real.
No podía, a pesar de sus esfuerzos, mantener los ojos
abiertos y empezó a escuchar gritos y golpes, extrañas voces. El paquete de
sushi cayó de sus manos haciendo un ruido apagado. Se va a aplastar todo,
-pensó sintiéndose estúpida.
En su cabeza se mezclaban palabras que no entendía
C.S.I, U.V.E, N.Y.P.D….
Pensó en todas esas series que veía en la tele, pero ya no
sabía si estaba soñando o si había alguna televisión sonando en alguna
habitación cercana.
Y después el silencio, la nada, ni siquiera la fría mano
apretando su garganta…
Al día
siguiente, sorprendida, despertó. Estaba en una blanca cama que no era
la suya. Despertó de a poco, sigilosamente, sin entender nada.
Más tarde se dio cuenta de que estaba en un hospital. La
fina manguera que unía su brazo a ese recipiente de plástico del que caían una
a una gotas de agua confirmó su sospecha.
Después, le contaron.
Al poco tiempo de que ella hubiera salido a hacer su reparto
Germán había recibido un mensaje. La llamada era del señor de ese quinto
pedido, y su voz grave sonaba impaciente. Quería asegurarse de que su sushi ya
hubiera salido y de que la encargada de llevárselo fuera “esa nueva empleada de
pelo rojo”. Cuando le dijo que sí, cortó abruptamente.
Todo le pareció extraño a Germán. La nueva empleada de pelo
rojo… y de repente, se dio cuenta. Recordó la noticia que había estado en todos
los diarios y noticieros, la desaparición de esas cinco mujeres, de diferentes
edades y clases sociales, una maestra, una puta, una adolescente… cuya única
característica en común era su pelo. Su pelo rojo.
Le contó sus sospechas al Sr Hoo que, eficientemente, llamó
al cuartel de policía más cercano a la casa del cliente sospechoso. Como se
trataba de un extranjero vehemente, y temiendo que fuera otro problema de la
mafia china (por teléfono se puede confundir a un chino con un japonés) la
policía envió a todos sus efectivos.
Llegaron justo a tiempo. Unos minutos más hubieran sido
fatales para Rebeca, dormida y a punto de ser estrangulada.
Mr Peter Woolf guardaba en su casa, enmarcados en cajas
doradas, cinco mechones rojos, único vestigio de cinco pelirrojas
desaparecidas.
Rebeca se tiño de negro, que pega con todo.
Rebeca se tiño de negro, que pega con todo.
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