Esterlina es
un nombre improbable, pero verdadero. Esterlina es su nombre y ella no sabe si
lo heredó de alguna tía paterna o de una mala traducción de una novelita
romántica inglesa y en realidad no le importa, le gusta que se destaque como
los restos luminosos de una botella rota en la arena húmeda en ese mar de
nombres comunes y aburridos .
De Benoit,
en cambio, es su “nom d’artiste”, pero todos la conocen así, Esterlina de
Benoit. De su verdadero apellido sólo queda constancia en la boleta de gas que
llega cada mes y que ella se apura en esconder.
Es de ese
tipo de mujeres de las que educadamente se dice que no tienen edad. De lejos,
con su pelo largo y rubio y su silueta basculante parece una adolescente pero a
medida que se acerca, como en una película en cámara lenta, su figura toma la
forma de una joven anciana, de una mujer niña; su piel pálida adquiere el tono
de la arcilla que se seca, los ojos se vuelven opacos y sin brillo, sus manos
huesudas parecen gárgolas hambrientas.
Siempre
viste una sonrisa pero guarda en su centro un carozo, pequeño y duro como el de
un damasco, en el que se esconde la melancolía.
Esterlina de Benoit es sin duda una artista. Con
paciencia oriental y manos delicadas como las de una bailarina clásica
construye los mejores vestidos de novia de la ciudad. A pesar de que nunca se
casó y su vida sentimental no fue más allá de una risita tímida o un sueño
cálido, o a lo mejor justamente por eso, sabe ver en cada clienta la esencia
para transformarla en la novia más bella. Existe una leyenda que dice que la
suerte acompaña a las mujeres que la eligen como modista; que tienen
matrimonios largos y felices o viudeces tempranas y también felices.
Vive y
trabaja en la casa que heredó de su madre, los techos altos y adornados, las
ventanas estrechas, el pasillo en el que desembocan mil puertas. Casi nunca
sale, encarga por teléfono todo lo que necesita para vivir, que no es mucho y
las telas para sus vestidos las compra a un viejo importador judío que dos
veces al año, en mayo y noviembre, llega cargado de rollos y paquetes
cuidadosamente envueltos en papel azul, secreto profesional para que las sedas
y encajes no se amarilleen.
Su color
preferido es, por supuesto, el blanco. Todo a su alrededor pierde poco a poco
pigmentación, se desvanecen el rojo, el azul, el amarillo, y el color finalmente
se disfraza de luz.
Sólo sale
algunas veces al caer la noche, cuando las alas se aquietan y el vuelo se
detiene y camina discreta hasta la mercería de la esquina a comprar hilos y
botones, alfileres, lentejuelas y mostacillas. Ellas duermen, pero Esterlina se
mantiene alerta, imagina las miradas de ojos vivaces y brillantes, acechando.
Camina pegada a la pared, como si la protegiera; vuelve a casa casi corriendo.
Entonces ella
se siente segura en su nido inmaculado.
Por eso
resulta inexplicable el rictus de terror que se dibuja en su cara al ver volar
por los aires, elevarse liviana sostenida por el viento, una pluma, blanca, que
termina descansando en el borde de su ventana, inmóvil y amenazante. Su miedo
no tiene palabras. Sólo lo habita un color, rojo oscuro, casi negro, y el
sonido de su corazón tratando de escapar de su cuerpo.
La rutina,
esa caja confortable y asfixiante en la que se acurruca como un gato, se
quiebra, estalla y se descompone. El leve aleteo no produce un terremoto en
oriente; sacude en cambio sus cimientos y la deja al borde del derrumbe.
Mucha gente
odia a las palomas. Esterlina no las odia, no puede.
En silencio
apaga las luces, una a una, y su casa se esconde en la oscuridad. Camina descalza hasta la ventana
y las ve, son muchas; todos esos ojos redondos del color de los infiernos la
observan y ella vomita las plumas que subieron desde su estómago a su garganta,
y sin embargo todavía no puede respirar, las alas se reproducen y sacuden, le
aprietan el cuello desde adentro, no la dejan gritar.
De repente el
sonido de una explosión la estremece, hace que ese tiempo detenido en el terror
empiece de nuevo a avanzar, vacilando. Se sorprende, el ruido no viene de su interior.
Las palomas también lo escuchan y escapan; Esterlina corre y se oculta en un
placard, poco a poco el aire vuelve a entrar a sus pulmones, el corazón
recupera su ritmo y ella se prepara para la próxima invasión.
Él es “viajante de
comercio” y aunque ella no sabe muy bien lo que eso significa entiende que es
la razón por la que su padre muchas veces no está en casa. Esos días no le
queda más remedio que acompañar a su mamá en el taller de costura que tiene en
la pieza del fondo, donde se ocupa de dobladillos, botones y ojales que algunas
vecinas le encargan.
El regreso siempre
es una fiesta. Llega sonriente y con un regalo. Ella los guarda en su
habitación, ordenados: el enorme peluche con forma de oso polar; la muñeca rubia,
como ella; el libro para pintar, lleno de promesas de colores; los lápices
alemanes con esas puntas agudas como alfileres; el vestido celeste lleno de
cintas de raso y volados. Los objetos le hacen compañía cuando él no está.
Hoy el sol pálido
de julio entra por las ventanas pero no calienta cuando escucha las llaves
abrir la puerta. Su papá, enorme, repite la ceremonia de cada llegada. Como en
un ritual apoya su portafolio al lado de la puerta, cuelga su abrigo oscuro en
el perchero del vestíbulo, saluda de lejos a su madre, toma la mano de
Esterlina, se dirigen al dormitorio y se sientan en la cama para abrir el
paquete.
Es inmenso y
blando, atado con un cordón amarillo limón. Deshacen juntos los nudos,
desgarran los papeles y el edredón se desparrama sobre la cama, vivo. Envueltos
en esa espuma blanda Esterlina se queda suavemente dormida.
Los gritos la
despiertan y escucha palabras en un extraño idioma desconocido. Shock
anafiláctico repiten una y otra vez, desesperados. Nadie podía saber que el acolchado
no estaba relleno de suaves plumas de ganso, nadie podía saber que su padre era
alérgico a las palomas.
1 comentario:
Elisa, qué maravilla este blog, he pasado un rato delicioso leyendo. Espero no perderlo, y regresar siemrpre que tenga un rato de calma, porque aquí hay mucho talento, y sensibilidad.
Esterlina al completo me chifló, vi enseguida un cortometraje. Tiene mucha plasticidad, un punto de misterio con una pizquita de terror.
Mientras te leía, vinieron a la cabeza dos artistas que admiro, el escritor Roald Dahl, tan especial e iconoclasta, y al cineasta Guillermo del Toro, en concreto una peli suya que se titula "La cumbre Escarlata, que no es que sea muy buena, pero tiene una estética que enamora, como tu relato.
Un abrazo,
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